Una falsa suposición de que lo sé todo acerca del otro me lleva a esperar que esa persona cercana, sea mi hermano, mi mejor amiga o mi pareja, actúe de acuerdo a la imagen que me he formado de ella. Creo una etiqueta para esa persona: "alegre", "divertida", "enojón", "perfeccionista", y reduzco mis expectativas acerca de ella.
Por un lado, el poder predecir la forma en la que una persona actúa elimina mi ansiedad y me permite sentirme seguro para expresar cierto tipo de intereses, actitudes, opiniones. Pero si espero que esta persona siempre actúe de acuerdo a mi expectativa, en realidad condiciono lo que acepto de ella, le quito la libertad de evolucionar, de crecer, de desarrollarse y expresarse con autenticidad.
Las etiquetas y los prejuicios actúan como comodines en la interacción social, pero son una barrera para la cercanía y la intimidad. La curiosidad no se reduce a hacer preguntas para generar conversación, sino, más importante aún, dar al interlocutor la mejor forma de aceptación, que es la escucha y la observación atenta, sin juzgarlo. De esta forma, pasamos de la etiqueta o prejuicio acerca de alguien, a descubrir quién es realmente.
Todo lo que está vivo, cambia
De manera paradójica, cuando hacemos de lado la curiosidad, porque queremos que una relación permanezca como ha sido, la relación se vuelve cada vez más rígida y menos espontánea, lo cual la hace aburrida y la lleva a ser poco gratificante.
Todo lo que está vivo está sujeto a evolución y cambio. Para mantener viva una relación de pareja o una relación de amistad necesito observar y escuchar al otro con interés genuino, sin juzgarlo, dándole la oportunidad de mostrarse de manera auténtica, de crecer y avanzar. La curiosidad es una manera de mostrar aprecio, de decirle al otro: "me interesas, te valoro, eres importante para mí"... ¿y a quién no le gusta sentirse así?