Enamorarse es fácil, lo difícil es que el amor sea para siempre.
Podríamos decir que estamos en la semana más melosa del año. Todo invita a celebrar el amor y la amistad, a demostrar cariño, a comprar un regalo que muestre ese afecto, a inundar los días de romanticismo. Sin embargo, para las personas que han sufrido una decepción amorosa, esta semana puede ser un recordatorio de su soledad, de las ilusiones rotas, de un pasado que no tuvo futuro.
El enamoramiento y el romanticismo tienen gran parte de sus cimientos en la idealización. Pensamos que nuestra pareja es “nuestra alma gemela”, un ser maravilloso, sin fallas ni defectos. Los problemas se presentan cuando la realidad comienza a emerger, lo que es inevitable con el trato cotidiano. Uno de los primeros conflictos puede ser darnos cuenta que nuestra pareja no piensa lo mismo que nosotros, no quiere lo mismo que nosotros, no le interesa lo mismo que a nosotros. Sin madurez, ésta puede ser una fuente de conflicto y llevar a la separación.
La fuerza de la autenticidad
Los neurocientíficos han probado que al cerebro le gusta la novedad. Esa fue la primera razón por la que te sentiste atraído por tu pareja. Había algo diferente que te llamó la atención. Después fueron encontrando puntos de coincidencia, de intereses comunes. Pero es un error pensar que a partir de entrar en una relación cada uno debe renunciar a ser quien es. En los noviazgos adolescentes es frecuente que las personas dejen de ver a sus amigos y amigas, olviden sus aficiones e intereses y hagan de su pareja el centro del universo. Sin embargo, las relaciones se hacen más ricas cuando cada uno aporta desde lo que lo hace único, desde su ser auténtico. Esto implica hablar con verdad y escuchar con aceptación. No sentirme amenazado porque el otro piense o sienta diferente, sino enriquecerme con su diferencia. No tomar una actitud defensiva ni ofensiva, sino receptiva y apreciativa.
La fuerza de la humildad
Uno de los venenos de cualquier relación es estar señalando lo que hemos hecho a favor del otro y exigir que corresponda. La relación se convierte en una competencia, y como en toda justa es necesario que haya un ganador: el que ha sido “más bueno”, “más espléndido”, “más generoso”, y un perdedor: el que aparentemente no ha hecho tanto por la relación. La humildad bien empleada consiste saber que mi valor o el del otro no depende de los logros, de los puestos o de la cuenta del banco, sino que todos somos valiosos como seres humanos únicos e irrepetibles, y por tanto, dignos de respeto y amor. Todos tenemos aciertos, pero también todos tenemos equivocaciones. Esto abre la puerta a la compasión y al perdón.
La fuerza de la valentía
Cuando una relación comienza, buscamos instintivamente impresionar al otro con nuestra inteligencia, nuestra belleza o nuestro sentido del humor. Elegimos una máscara que se nos vea bien. Pero una relación no puede perdurar si falta el valor de expresar, si sólo busca impresionar. Hay que quitarse la máscara. La valentía del conocimiento mutuo pasa primero por la del conocimiento propio. A veces no tenemos el coraje de aceptarnos tal cual somos, nos da miedo aceptar nuestros defectos o carencias. A veces nos da miedo aceptar la verdad del otro, porque rompe el ídolo que yo había hecho de él o ella. Sin embargo, para que una relación pueda superar los conflictos que inevitablemente se presentarán es necesario pasar de la ilusión a la realidad: abrir los ojos a lo que yo soy y a lo que él es y aceptarlo; expresar lo que siento y lo que soy y tener la valentía de ser íntegro.
Uno de los poemas más antiguos sobre el amor es el Cantar de los Cantares, que en uno de su versos expresa: “fuerte como la muerte es el amor”. Sólo como personas auténticas, humildes y valientes podremos formar el tan anhelado “nosotros”, un amor fuerte, para siempre.