Hace un par de semanas, cuando fui a recoger a mis hijas al colegio, escuché cómo otra mamá le preguntaba a su pequeño mientras le alzaba cariñosamente en sus brazos: “¿tuviste algún problema hoy en la escuela, mi amor?”, “¿te peleaste con algún amiguito?”, “¿hubo algo que no te gustó?”.
El niño se limitó a negar con la cabeza y desvió su atención hacia los carros que en ese momento entraban en el recinto escolar. La madre trató en vano de hacerle hablar hasta que finalmente le tomó de la mano y se alejaron caminando en silencio.
Es evidente que aquella mamá, preocupada por el bienestar de su hijo, sólo pretendía entablar un diálogo con él. Sin embargo, sin darse cuenta y sin pretenderlo, lo que consiguió fue dirigir la atención del pequeño hacia los aspectos más negativos del día y suscitar en él cierto malestar o incomodidad.
¿Qué hubiera sucedido si, en lugar de “interrogarle” por los problemas, las posibles peleas o lo que no fue de su agrado, hubiese iniciado la conversación interesándose por los momentos más divertidos del día, los aprendizajes más interesantes o los juegos que más disfrutó? Tal vez el pequeño, cansado de la jornada, tampoco hubiese pronunciado palabra alguna, pero su mente habría rememorado experiencias felices que, con seguridad, hubiesen suscitado en él emociones más positivas y generado, por ende, una mejor disposición de cara a la interacción.
Los seres humanos poseemos un sesgo hacia lo negativo, a enfocarnos en lo que nos falta, en lo que no funciona, en lo que salió mal. Si nuestro hijo llega a casa con una boleta de calificaciones, habiendo aprobado todas las materias salvo una… ¿en torno a qué es más probable que gire nuestra plática posterior?, ¿a las asignaturas en las que obtuvo un 80, un 90, un 100… o a la que no pasó del 60?
Ese sesgo no es, en sí mismo, “malo”. Es inherente a nuestra naturaleza y cumple una función adaptativa: la de poder evitar, enfrentar o superar las carencias y/o las amenazas del entorno. No obstante, debemos estar alerta para que éste no domine nuestra percepción y nuestro pensamiento, convirtiéndonos en constantes “buscadores y detectores de errores”.
Nuestra realidad, nuestras vivencias, las construimos, en parte, por el foco donde ponemos nuestra atención. Si acostumbramos a subrayar lo que nos molesta (por ejemplo: que nuestra esposa o esposo es poco detallista), lo que no se ajusta a los estándares sociales o a nuestros ideales/expectativas (por ejemplo: que nuestro pequeño de 8 años no lee con fluidez), o lo que no tenemos (por ejemplo: una casa más amplia y luminosa), terminaremos (cada vez más…) instalados en la queja, en el reproche, en la amargura, en la frustración, en la envidia…y en la infelicidad. Si, por el contrario, reconocemos y valoramos lo bueno que hay a nuestro alrededor y/o concebimos las “carencias” como retos u oportunidades de mejora (por ejemplo: “mi esposo o esposa trabaja duro para que nuestra familia tenga un buen porvenir”; “mi hijo presenta ciertas dificultades en el área de la lecto-escritura, pero es un chico inteligente que, con el apoyo preciso, conseguirá desarrollar esta competencia”; “vivimos en una casa que no es tan espaciosa como desearía pero, hasta que reunamos el dinero necesario para adquirir otra más grande, vamos a disfrutar de las ventajas que nos ofrece”) nuestro nivel de satisfacción y bienestar se incrementará notablemente… ¡y estaremos en mejor disposición para construir el cambio!
Poner el foco en lo positivo no significa ignorar lo negativo ni refugiarse en una burbuja de ilusiones y autoengaño. Es evidente que debemos esforzarnos por cambiar lo que no funciona, lo que no resulta beneficioso o adaptativo, pero nunca desde el castigo o desde la crítica destructiva (ello solamente incrementará la pesadumbre, dañará la relación entre las personas implicadas y, a la larga, aumentará las complicaciones), sino desde las capacidades y fortalezas de los protagonistas y del sistema al que pertenecen.